viernes, 18 de febrero de 2011

EL HOPLITA GRIEGO

Cuando el aficionado a la historia de la Hélade penetra en su tumultuoso y glorioso siglo V antes de Cristo, lo primero que le sorprende y sobre lo que más se pregunta es cómo las pequeñas poleis griegas, cuyos ejércitos, obviamente, no podían ser excesivamente numerosos, no sólo consiguieron resistir la brutal acometida del Imperio Persa, sino que vencieron a ejércitos que les superaban abrumadoramente en número y, además, se permitieron el lujo de contraatacar y no cejaron en su empeño hasta obtener una victoria aplastante y definitiva.

En Historia siempre es peligroso sintetizar y concretar demasiado, pero en este caso una de las posibles respuestas es indudable: los griegos tenían el hoplita y la falange.

El hoplita (ὁπλίτης) era el soldado griego de infantería pesada. La falange (φάλαγξ) era la agrupación cerrada de combate que los hoplitas presentaban al entrar en batalla y constituía la más importante fuerza de choque y el elemento principal de los ejércitos helénicos.

Pero ¿quiénes eran esos hoplitas? ¿Acaso eran soldados profesionales dedicados exclusivamente al arte de la guerra? No, ni mucho menos. El hoplita era el propio ciudadano que se reconvertía en soldado cuando el deber de defender a su polis así se lo exigía.



La inmensa mayoría de poleis griegas no contaban con otro ejército que el formado por sus propios ciudadanos libres y todos tenían el deber y el honor de alistarse, independientemente de su clase o condición. El ciudadano libre era movilizable desde los 18 a los 60 años y debía someterse cada año a un duro periodo obligatorio de instrucción y formación militar. Cuando no estaba cumpliendo con este servicio militar, se dedicaba a cuidar sus tierras o atender sus negocios, por lo que era un verdadero ciudadano-soldado.

El ciudadano-soldado griego era por lo general un combatiente valeroso, disciplinado, abnegado y con un alto espíritu de sacrificio y entrega. Sabía que luchaba para defender su ciudad y su civilización y tenía un alto concepto del honor, de la libertad y de la dignidad del ser humano, tanto considerado individual como colectivamente. Todo ello le daba una moral de combate y unos valores añadidos de los que carecían por completo sus enemigos los persas. Los soldados del Imperio Persa, con su espíritu fatalista de sumisos súbditos de un rey-dios, constituían un ejército formado por gentes procedentes de todos los rincones de un inmenso imperio que sometía diversas naciones, con diferentes idiomas y creencias, en el que unos luchaban como mercenarios y otros, los más, por obligadas razones de sumisión y vasallaje.

La ciudad griega de Esparta era la única en la que los ciudadanos libres sí que se dedicaban con total exclusividad y entrega al ejército, destino para el que eran educados por cuenta del estado desde los siete años de edad, mientras que sus tierras y sus negocios eran atendidos por unos sirvientes, ciudadanos de segunda y sin derechos políticos, llamados ilotas. La consecuencia lógica de ello fue que, a principios del siglo V a C. el ejército espartano era considerado como el más temible y mejor preparado de toda Grecia.

Dejando aparte a Esparta por su excepcionalidad, en las demás poleis griegas el ciudadano-soldado tenía que pagarse el armamento de su propio bolsillo, por lo que las clases más humildes sólo podían pertenecer a los cuerpos auxiliares de honderos, arqueros, lanzadores de jabalinas o infantería ligera. A su vez, las clases más adineradas y privilegiadas, las únicas que podían costearse un caballo, formaban la caballería, cuerpo aristocrático y de élite, pero también secundario en la batalla, al menos en la época que nos ocupa.

Por lo tanto, el arriesgado honor de ser un hoplita recaía casi por entero en la clase media o media-alta de la sociedad helénica. Desde luego, el equipo militar de un hoplita era verdaderamente caro; tanto era así que solía pasar de padres a hijos, como honrosa y venerable herencia y, a la vez, como símbolo de clase social. Demos una breve ojeada a ese equipo:

El sustantivo hoplon (ὅπλον) en griego significa arma o armamento, por lo que su derivado hoplita significa armado o portador de armamento. El sustantivo que propiamente significa escudo es aspis (ἀσπίς); pero como el arma básica, el arma específica, el arma por antonomasia del hoplita era el escudo, ambas palabras, hoplon y aspis, pueden considerarse sinónimas en el significado de escudo. Efectivamente, el arma más característica y esencial del hoplita era el hoplon o aspis. Era éste un escudo circular, cóncavo por su parte interna, formado por varias capas de madera encoladas una sobre otra, reforzado en la cara exterior por varias capas de cuero también encoladas, que como último refuerzo se cubrían con una lámina de bronce que además protegía el borde del escudo. En su parte interior llevaba dos asideros de cuero, uno en la parte central por donde se introducía el antebrazo, y otro más exterior que se agarraba con la mano; un forro de piel o tela protegía de rozaduras el brazo del guerrero. Pero la principal característica de este escudo era su enorme tamaño; medía aproximadamente un metro de diámetro, con lo que protegía el costado izquierdo del cuerpo del portador desde el cuello hasta la rodilla y, a la vez, protegía también la parte derecha del compañero situado a la izquierda. Obviamente, era un escudo muy pesado, pero cumplía a la perfección su doble función de muro impenetrable y de ariete que empujaba al enemigo, obligándole a retroceder.

La principal arma ofensiva del hoplita era la dori (δόρυ), una lanza de unos dos metros y medio de longitud, de asta cilíndrica de madera que acababa en punta en sus dos extremos. La punta delantera era de hierro y medía unos diez centímetros. La punta trasera que solía ser de bronce y era algo más corta, servía de contrapeso y probablemente se utilizaba para rematar al enemigo caído, además de emplearse como punta principal si la parte delantera de la lanza se quebraba, cosa que ocurría con frecuencia. La dori no era un arma arrojadiza, sino que el guerrero la conservaba durante todo el combate asaeteando continuamente al enemigo, empuñándola con el brazo derecho y sosteniéndola bajo la axila, apretada al cuerpo, o bien levantándola en horizontal por encima de su cabeza.

Como arma secundaria el hoplita llevaba también una espada corta, de unos 60 cm de longitud, puntiaguda y de doble filo. Era de hierro y recibía el nombre de xiphos (ξίφος). Se envainaba en una funda de madera forrada de cuero; esta funda colgaba junto a la cadera izquierda del soldado, pero no se llevaba ceñida a la cintura, sino que pendía de una larga correa que se colgaba en el hombro derecho y cruzaba el pecho y la espalda del soldado. El xiphos era un arma de emergencia que sólo se empleaba si la lanza llegaba a romperse por completo.

Los restantes elementos del equipamiento militar del hoplita eran defensivos y de protección.

El casco o kranos (κράνος) era de bronce, forrado y acolchado en su parte interior con piel o tela para evitar rozaduras. Hubo muchos modelos y sufrió variaciones a lo largo de los siglos, pero en general todos protegían la cabeza, las orejas, las mejillas e incluso algunos tenían protector nasal.

Los hombros, el pecho, la espalda y el abdomen se protegían con una coraza. Ésta al principio fue de bronce, pero su peso, su incomodidad y su alto precio hicieron que fuera evolucionando hacia una especie de camiseta sin mangas llamada linotórax (λινοθωρηξ) que se confeccionaba con varias capas intercaladas de lino endurecido y cuero, pegadas unas a otras. La parte exterior podía llevar cosidas placas o medallones de bronce para reforzar el blindaje. A nivel de la cintura y por encima del linotórax se usaba una especie de faja ancha de metal escamado que protegía el vientre, la cintura y los riñones del hoplita; de esta faja colgaban a modo de falda muy corta dos capas superpuestas de cuero en las que se hacían varios cortes en vertical para que formaran tiras, de modo que, protegiendo la zona inguinal y la parte superior de los muslos, no entorpecieran el movimiento de las piernas. Los brazos quedaban sin protección alguna, salvo que algún soldado decidiera proteger su antebrazo derecho con anchas muñequeras de metal o cuero que podían llegar hasta el codo.

Para proteger las piernas se usaban grebas o canilleras (κνημίς) de bronce. Cubrían desde el tobillo hasta la rodilla y, según modelos, podían proteger sólo la parte delantera de la pierna o toda ella, incluyendo la pantorrilla.

Como prenda de abrigo el hoplita usaba la clámide (χλαμύς) especie de capa o manto sin mangas que era de lino o de lana. Probablemente cada polis tendría un color determinado para las clámides de sus soldados, por lo que sería esta prenda la que daría un cierto aspecto de uniformidad a cada ejército, ya que el armamento podía diferir bastante de un soldado a otro, al depender de lo que cada uno podía gastarse en él. El equipo estándar completo que hemos venido comentando, se calcula que tendría un precio equivalente a tres o cuatro meses de sueldo de un operario cualificado.

El peso total de este armamento podía sobrepasar los 35 kilos, por lo que el soldado no se equipaba hasta el momento de empezar las alineaciones previas al combate. Cada hoplita llevaba, según su riqueza, uno o más sirvientes que se encargaban del transporte del armamento y de sus enseres personales.

Los hoplitas combatían agrupados en una formación compacta llamada falange griega u hoplítica. En un próximo artículo trataremos acerca de esta impresionante formación.

viernes, 24 de diciembre de 2010

PERSÉFONE


Por más que el propósito del que aquí humildemente escribe sea el mantenerse en lo posible dentro del más estricto rigor histórico, cuando se trata del mundo helénico resulta casi imposible sustraerse a los encantos de su rica mitología.

Séame, por tanto, permitido que haga un alto en los asuntos documentalmente probados y fehacientemente demostrables, para que pueda sumergirme en el ensueño voluptuoso del mito y de la leyenda.

Hoy me gustaría tratar acerca de Perséfone. O lo que viene a ser lo mismo, acerca de cómo la mitología clásica explicaba el por qué de las estaciones del año.

Perséfone (Περσεφόνη) era una hermosísima ninfa, hija de Zeus (Ζεύς) dios supremo y señor de los cielos y la tierra, y de Deméter (Δημήτηρ) diosa de la agricultura, de los vegetales y de la fecundidad.

Vivía Perséfone feliz, junto a su madre, en un idílico jardín de exuberante vegetación, repleto de hermosas flores, donde jugaba con otras ninfas que siempre la acompañaban. La diosa Deméter amaba enorme y tiernamente a su hija y se complacía en verla tan hermosa y feliz. Demostraba esa complacencia haciendo que los campos dieran magníficas cosechas, que frondosos y amables bosques cubrieran los montes y que un clima suave y benigno envolviera la tierra.

Pero he aquí que un día Hades (Ἅιδης) dios de los difuntos cuyas almas llevaba al Averno después de la muerte, señor del inframundo del que no se podía salir cuando se había penetrado en él, vio a Perséfone y al instante se enamoró de ella.

Hades, que era hermano de Zeus y, por tanto, tío de Perséfone, le pidió al dios supremo la mano de su hija. Zeus dudaba, pues no quería defraudar a su hermano, pero también sabía que Deméter no se resignaría a no volver a ver nunca más a Perséfone cuando ésta entrara como esposa de Hades en el inframundo del que jamás puede salirse. Efectivamente, Deméter se opuso rotundamente a tal boda. Además la propia Perséfone alegó que prefería seguir viviendo junto a su madre, aunque ello significara renunciar a convertirse en diosa del inframundo. Zeus no tuvo más remedio que negarse a entregar Perséfone a Hades.


Como es fácil de suponer, Hades no se conformó con esta decisión. Un buen día montó en su carro tirado por cuatro negrísimos caballos, se presentó en el jardín donde Perséfone se solazaba con las demás ninfas y, ni corto ni perezoso, la raptó y se la llevó al inframundo. Otras versiones del mito dicen que Hades se convirtió en un hermoso lirio que engulló a Perséfone cuando ésta se agachó a acariciarlo… A mí personalmente, me gusta más la versión del carro y los caballos, pero vosotros podeis dejar volar vuestra imaginación como mejor os plazca. Sea como fuere, Perséfone acabó en poder de Hades. Las ninfas que con ella jugaban quedaron tan asustadas, que cuando Deméter les preguntó por su hija, no se atrevieron a contarle la verdad.

Deméter, angustiadísima, empezó a buscar a Perséfone. Nueve días y nueve noches anduvo removiendo los cielos y la tierra en inútil búsqueda. Por fin, al amanecer del décimo día, el Sol, que había sido testigo del rapto pues, obviamente, ve todo lo que ocurre en la tierra durante el día, se compadeció de la desesperación de la pobre madre y le contó lo ocurrido.

Lo primero que hizo Deméter al conocer la verdad fue castigar a las temerosas y desleales ninfas, convirtiéndolas en sirenas. Lo segundo, fue recurrir a Zeus para que exigiera a Hades la devolución de Perséfone.

Pero Zeus le respondió que, aún siendo el primero y superior entre los dioses, no podía hacer nada. Hades era el señor y dueño absoluto del inframundo y los infiernos, tanto como Zeus lo era de los cielos y la tierra, al igual que Poseidón (Ποσειδών) el tercero de los hermanos olímpicos, lo era de los mares y sus profundidades. Ningún dios podía entrometerse en el terreno de los demás, ni inmiscuirse en sus asuntos. Y, por supuesto, nadie podía abandonar el inframundo. Hades era el único que tenía el poder de permitir a alguien que regresara del mundo de los muertos y nunca jamás había hecho tal concesión a nadie.

Ante esto, sabiendo perdida a Perséfone para siempre, Deméter cayó en un tristísimo estado de pena, de melancolía, de añoranza y desesperación. Dejó de interesarse por la agricultura y el mundo vegetal. Y en consecuencia, las cosechas se perdieron, las flores se marchitaron, los prados se secaron, los bosques desaparecieron y un clima lúgubre y frío invadió el mundo.

Zeus, viendo que la vegetación de la tierra se secaba y que el mundo se moría, decidió entrevistarse con Hades para rogarle que permitiera el regreso de Perséfone. Hades no tenía intención alguna de permitir tal cosa. Además Perséfone, que a estas alturas ya no era nada indiferente a los encantos de Hades, había comido tres o cuatro granos de granada, la fruta sagrada del Averno, lo que aún la ligaba más al inframundo. No obstante, compadecida del dolor de su madre, propuso una solución de compromiso, rogándole a Hades que le permitiera regresar a la tierra cada año para estar unos meses junto a Deméter, pasados los cuales regresaría junto a Hades para estar con él tantos meses como granos de granada había comido. Hades, enamoradísimo y no queriendo defraudar a su amada, accedió.

Desde entonces, Perséfone vive unos meses al año junto a su madre y durante éstos, Deméter se siente tan feliz que fecundando la tierra, la adorna con millones de flores, hace crecer las cosechas, reverdecer los prados, poblar de hojas los árboles y la envuelve con un clima suave y luminoso. Luego, cuando Perséfone, cumpliendo su compromiso y su obligación de diosa del inframundo, debe regresar junto a su amado Hades, Deméter entristece y el mundo languidece, las flores se marchitan, los árboles pierden las hojas y los días se vuelven cortos, fríos y tristes… Pero no importa, a los pocos meses Perséfone volverá y Deméter demostrará su contento con una nueva primavera y un nuevo verano.

Este es el mito de Perséfone. En los próximos artículos de este blog retomaremos el hilo de la Historia, tratada con la máxima veracidad posible… no obstante no puedo asegurar que cualquiera de los hermosísimos mitos griegos no vuelva a seducirme… aunque sólo sea de vez en cuando.

miércoles, 27 de octubre de 2010

HIDROMIEL, VINO Y AGUA





ἔνθ ἱερήια μὲν Περιμήδης Εὐρύλοχός τε
ἔσχον : ἐγὼ δ' ἄορ ὀξὺ ἐρυσσάμενος παρὰ μηροῦ
βόθρον ὄρυξ ὅσσον τε πυγούσιον ἔνθα καὶ ἔνθα ,
ἀμφ αὐτῷ δὲ χοὴν χεόμην πᾶσιν νεκύεσσι ,
πρῶτα μελικρήτῳ , μετέπειτα δὲ ἡδέι οἴνῳ ,
τὸ τρίτον αὖθ ὕδατι :

Allí, en tanto que Perimedes y Euríloco sostenían las víctimas,
yo, desenvainando la aguda espada ceñida junto al muslo,
cavé un agujero de un codo por cada lado;
en su entorno hice libación a todos los muertos,
en primer lugar con hidromiel, después con dulce vino
y por tercera vez con agua.

Homero, La Odisea, canto XI, verso 23 y siguientes.




En el artículo anterior, cuando tratábamos acerca de lo que los iberos aprendieron de los griegos de Emporion, escribimos: “la nueva costumbre de beber vino provocó un cambio en el tipo de vasos…” De lo que se deduce que los griegos tenían la costumbre de beber vino y, ante esto, podemos preguntarnos ¿bebían mucho? y ¿qué bebían? A la primera pregunta responderíamos que sí, que bebían, si no mucho, al menos sí de forma habitual. A la segunda responderíamos diciendo que bebían muchas cosas: leche de cabra y de oveja, zumos de hierbas y frutas, también solían triturar frutos secos como almendras, avellanas, higos… con los que hacían brebajes más o menos espesos según les añadieran más o menos agua. Pero no vamos a entrar en un tratado gastronómico o alimenticio de los antiguos griegos --esto en todo caso lo dejaremos para otra ocasión-- hoy nos limitaremos a las tres bebidas que no sólo eran, con mucha diferencia, las más habituales, sino que además tenían un carácter verdaderamente ritual. Hoy hablaremos del hidromiel, el vino y el agua.


HIDROMIEL

El hidromiel o aguamiel es una bebida alcohólica obtenida de la fermentación de una mezcla de miel y agua en la proporción aproximada de cuatro partes de miel y entre seis y diez partes de agua, según la graduación alcohólica que se desee obtener.

Las primeras menciones conocidas de esta bebida proceden del segundo milenio antes de Cristo y para algunos historiadores es anterior al vino. De ser esto cierto, el hidromiel sería la primera bebida alcohólica consumida por la humanidad.

En cualquier caso, de lo que no hay duda es que el hidromiel fue elaborado y consumido desde la más remota antigüedad por todas las grandes civilizaciones del mundo entero, desde el norte de Europa hasta Egipto, desde el Próximo Oriente hasta el imperio Maya y otros pueblos de la América precolombina.

Su antigüedad y su universalidad son fácilmente explicables si tenemos en cuenta que el elemento básico para su elaboración, la miel, se puede encontrar fácil y espontáneamente en la naturaleza, en casi todas las latitudes y bajo casi todos los climas. Sólo hay que recogerla, sin que sea necesario ningún cultivo ni ninguna elaboración anterior, cosa que no ocurre con el vino, que, además de exigir un clima determinado para la uva, requiere el cultivo de ese fruto o, por lo menos, su trabajosa recolección, allí donde crecía de forma silvestre, y su posterior prensado para la extracción del mosto.

El hidromiel es considerado como el probable precursor de la cerveza por su particularidad de formar espuma, por su color característico y por su, en general, baja graduación alcohólica.

En la Hélade, aún en la Edad del Bronce, los aqueos eran ya asiduos y corrientes consumidores del hidromiel, según podemos deducir por las veces que esta bebida es mencionada en los poemas homéricos y en otros textos. Luego los jonios, los eolios y los dorios también la consumieron, siendo una bebida muy habitual en la época clásica.

El hidromiel en griego clásico se llamó melikraton (μελικρατον) y para su elaboración preferían la miel clara, fluida y muy dulce propia de zonas húmedas y con abundancia de flores, a la más oscura, espesa y menos dulce de las zonas secas y esteparias, ya que esta última al contener menos azúcar producía una fermentación con menor grado alcohólico, aunque probablemente más aromatizada.


VINO

El vino, fermentación alcohólica del zumo de la uva prensada, es también una bebida antiquísima cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, entre teorías, suposiciones y análisis químicos de restos de alfarería hallados por los arqueólogos. Unos sitúan sus orígenes en el Neolítico, otros se remontan al Paleolítico superior haciendo coincidir el descubrimiento de esta fermentación con los primeros usos de la alfarería.

En cualquier caso, ciñéndonos al tiempo histórico de la Grecia arcaica y clásica, ya desde la Edad del Bronce, la variedad de vid vitis vinifera se cultivaba en todo el ámbito del Mediterráneo Oriental, en el Creciente Fértil (Mesopotamia, Próximo Oriente, y Egipto) en la Península de Anatolia, y se extendía por Asia a través de Mesopotamia desde el Cáucaso y el Mar Caspio hasta la India y la China.

En el siglo VII a. C., el vino, uno de los tres elementos de la trilogía alimenticia básica de la dieta mediterránea (trigo, aceite de oliva y vino) era ya la bebida más común del mundo helénico, siendo consumido cotidiana y abundantemente en todas las comidas.

Por su clima y por las características de su suelo, casi toda la Hélade era apta para el cultivo de la vid, pero hubo comarcas que se especializaron y alcanzaron fama por la calidad y cantidad de sus vinos, llegando a crearse verdaderas “denominaciones de origen”. Así, eran famosos los vinos de las islas de Rodas, de Lesbos, de Quíos y de Tasos. En esta última isla se cultivaba además una variedad de la uva moscatel que proporcionaba un vino dulce muy apreciado.

El utensilio específico para beber vino era el kílix (κιλιξ) especie de copa muy ancha y de borde muy bajo, decorada por fuera y por dentro con escenas mitológicas, guerreras e incluso eróticas. La decoración interior tenía la particularidad que se iba revelando a los ojos del bebedor a medida que consumía el contenido.

Los griegos conocían y elaboraban tanto el vino tinto, como el rosado y el blanco. A veces lo tomaban aromatizado con hierbas, con canela y con miel, o cocido con granos de cebada o frutas.

Pero la manera más común de beber vino era mezclándolo con agua, pues al parecer el vino griego era muy denso y su graduación alcohólica alcanzaba entre los 16 y 18 grados, mayor por tanto que la de nuestros actuales vinos de mesa.

El vino puro solía ser empleado como medicamento y se le atribuían variadas y curiosas virtudes medicinales, tanto si era bebido, como si se utilizaba en emplastes sobre la piel.

Las mujeres griegas bebían vino sólo en el uso de estas mencionadas propiedades medicinales, pues en general era una bebida dedicada exclusivamente al consumo masculino. La sociedad helénica no veía con buenos ojos el consumo de vino por las mujeres. Incluso en algunas poleis estaba formalmente prohibido que las mujeres bebieran otra cosa que no fuera agua. La única excepción a esta norma era la ciudad de Esparta, donde las mujeres bebían vino con toda normalidad.


AGUA

Obviamente el agua era la bebida más común y la más extendida. Incluso, era la única cosa que, exceptuando la leche y los zumos de frutas, podían beber las mujeres en muchas ciudades griegas.

Precisamente, sobre las mujeres recaía la responsabilidad de abastecer de agua el hogar doméstico, tarea que cumplían a diario, ya acarreándola personalmente las mujeres de clase humilde, ya supervisando el trabajo de la servidumbre las de clase acomodada. (Sobre el papel de la mujer en la sociedad helénica trataremos en otro artículo)

Los griegos sabían distinguir entre aguas blandas y aguas duras. También conocían las propiedades curativas y terapéuticas de las aguas termales o mineromedicinales de determinados manantiales. El ciudadano libre solía acudir a diario al gimnasio, donde además de realizar ejercicio y recibir masajes, se daba un baño ritual generalmente con agua fría.

En la Hélade se le daba una gran importancia al agua, como suele ocurrir en todos los lugares en la que ésta es un bien escaso. Grecia es un país de clima Mediterráneo, con lluvias estacionales generalmente escasas, y con veranos muy calurosos en los que los ríos sufren severos estiajes o, incluso, llegan a secarse. En la Grecia continental no existen ríos largos y, obviamente, en la insular aún menos. Debido a la complicada orografía del terreno, con montañas muy próximas a las costas, los ríos griegos son cortos y de caudal irregular, dependiendo del régimen de lluvias. Desde la más remota antigüedad, los helenos se vieron en la necesidad de recurrir a las aguas subterráneas mediante pozos y de almacenar el agua de lluvia.

Pero como es lógico, los griegos preferían el agua pura y cristalina de una fuente que manara continuamente, antes que el agua de un pozo. La costumbre de preferir el agua corriente a la estancada, es una constante humana que no ha cambiado en los últimos cuatro mil años.

miércoles, 20 de octubre de 2010

FOCEA




Decíamos ayer, un ayer de más de un año de duración, que en la primera mitad del siglo V a. C. el enorme Imperio Persa se fijó en la pequeña Hélade y quiso ir a conquistar sus aparentemente débiles y desunidas poleis…

Permitidme que antes de retomar el hilo histórico en este punto, dé un salto atrás. Un salto hacia el pasado de trescientos años que nos lleve al siglo VIII a. C.

Un salto que nos deje en la costa de Asia Menor, justo a la entrada del Golfo de Esmirna, en el momento en que colonos jonios, procedentes tal vez de Atenas, o tal vez de las más próximas Eritrea y Teos, fundan la ciudad de Focea.

Focea (Φώκαια – Phocaia) fue la polis más septentrional de la zona colonizada por los jonios en las costas del Asia Menor. De hecho, estaba prácticamente dentro de la zona colonizada por los eolios. Fue un importante puerto comercial y desde el siglo VIII al V a. C. su historia fue semejante a la de las demás poleis griegas de Asia Menor: independencia, sometimiento al dominio lidio primero y al persa después, sublevación contra éste, valerosa participación en la batalla naval de Lade, adhesión a la Liga de Delos una vez derrotados los persas, pagando tributo a Atenas y rebelándose contra ésta en la guerra del Peloponeso con la ayuda de Esparta… En fin, lo que se podría considerar normal en la historia de cualquier polis de la Hélade de aquellos siglos.

Entonces ¿por qué de entre tantas poleis de la Hélade, nos fijamos precisamente en Focea? ¿Por qué no hablamos de Atenas, de Esparta, de Tebas, famosas por sus logros artísticos, políticos o militares? ¿Por qué no de Mileto o de Elea, cunas de matemáticos y filósofos? La respuesta es fácil: porque los primeros griegos que visitaron y colonizaron la costa mediterránea del noreste de la Península Ibérica o, por lo menos, los primeros de los que hay fuentes históricas y hallazgos arqueológicos indudables, procedían de Focea.

No cabe ninguna duda que la afición de los focenses a la navegación era extraordinaria. El historiador Heródoto les concede el mérito de ser los primeros griegos que realizaron largos viajes por mar y les considera los descubridores del mar Adriático, del Tirreno y de la Península Ibérica.

Hoy sabemos que en este último punto Heródoto se equivocaba, pues los fenicios ya navegaron por el Mediterráneo Occidental en los siglos IX y VIII a. C. y en la Península Ibérica se establecieron preferentemente en el sur donde fundaron Gadir (Cádiz) y Malaca (Málaga) y comerciaron con el rico reino ibérico de Tartessos.

Por su parte los focenses habían empezado su historia marinera comerciando con Naucratis, colonia de Mileto en la costa Egipcia, y luego se dedicaron a ayudar en la colonización helénica del Mar Negro y del Helesponto (actualmente el estrecho de los Dardanelos). Pero pronto este espacio, que apenas trascendía el Mar Egeo, les quedó pequeño y se lanzaron hacia occidente.

En el año 600 a. C. fundaron Massalia (Marsella) que se convertiría en la principal colonia focense, sobre todo por el comercio que se hacía a través del Ródano con el centro y el norte de Europa.

Unos años más tarde, entre el 580 y el 560 a. C. los focenses fundaron en el Golfo de Rosas un pequeño enclave comercial al que llamaron Emporion (Εμπόριον) actualmente Empúries, en una especie de islote ubicado en la costa, que cerraba un puerto natural junto a la desembocadura del río Fluviá. El Fluviá y el Ter permitían el acceso a las comarcas interiores. Esta situación hace pensar que la factoría, aparte de la función de puerto de escala en la ruta hacia el sur de la península Ibérica, fue concebida como puerto de comercio, es decir, como un núcleo de comerciantes extranjeros a quienes los indígenas garantizaban la seguridad para permitir el flujo constante de importaciones. No hay duda, pues, que Emporion tuvo una función esencialmente comercial, evidente ya en su nombre, que significa mercado y de donde deriva el nombre de la comarca del Empordà. Esta isla, la actual Sant Martí d'Empúries, recibió el nombre de Paleápolis ("Ciudad Vieja") después de que, al cabo de no mucho tiempo, los focenses establecidos atravesaron el brazo de mar que los separaba de la costa y fundaron un nuevo núcleo, llamado modernamente Neápolis. Entonces se inició una verdadera helenización del territorio circundante. Empezó así la cultura ibérica en el noreste de Cataluña, cuando Emporion transformó la forma de vida de los indígenas.

También en el Golfo de Rosas, más al norte que Emporion, se encuentra otra ciudad de origen griego: Rodon (actualmente Rosas). Según el geógrafo griego Estrabón, fue fundada en el siglo VIII a. C. De ser esto cierto, Rodon sería anterior a la llegada de los focenses, pero ninguna excavación ha encontrado restos anteriores al siglo V, por lo que probablemente fue fundada por los focenses de Massalia o de la misma Emporion.

El crecimiento demográfico y urbano de Emporion de la segunda mitad del siglo VI a.C. culminó en el siglo siguiente con la construcción de una gran muralla y la creación de instituciones civiles para una comunidad que ya se identificaba con el nombre de Emporitaí. Paralelamente su influencia económica se extendió por toda la costa desde el sur del Languedoc hasta el suroeste de la península Ibérica. En un estadio posterior, iniciado en algún momento del siglo V a.C., es posible que algunos focenses se establecieran en la costa valenciana, sea como particulares en comunidades indígenas como Sagunto, sea en las pequeñas factorías a las que podrían corresponder los topónimos griegos Hemeroskopeion (tal vez la actual Denia), Alonis (tal vez Vila Joiosa), Akra Leuke (tal vez Alicante) citados por las fuentes antiguas, y que no han sido descubiertas hasta ahora por la arqueología. Su colonia más al sur fue probablemente Mainake, muy próxima a la Malaca fenicia.

Los focenses comerciaron también con Tartessos. Según Heródoto, tuvieron una relación de gran amistad con el soberano de este gran pueblo ibérico, Argantonio, el cual, probablemente queriendo liberarse del monopolio comercial fenicio, les ofreció tierras para que se establecieran en su reino. Rechazada la oferta por los focenses, y siempre según la versión de Heródoto, Argantonio les dio una enorme cantidad de plata para que costearan la construcción de murallas en la metrópoli, en Focea, donde ya empezaba a hacerse evidente la amenaza persa.

En la zona de influencia de Emporion, el comercio adquirió una gran actividad. Del territorio del entorno los griegos obtenían diversos productos que podían exportar: la sal en la costa, metales en algunas zonas mineras explotables a pequeña escala, y los cereales -trigo y cebada-. Estos últimos fueron los que alcanzaron mayor importancia.

El inicio del cultivo de cereales a gran escala debió iniciarse en el siglo V a. C., cuando Massalia comenzó a promover la actividad agrícola en las factorías que dependían de ella para paliar la falta de cereales en su suelo pedregoso. Ahora bien, el grano de origen ibérico no fue enviado exclusivamente a Massalia ni al próximo mundo púnico, sino que una parte de la producción debió ser destinado a Atenas. La exportación de cereales a gran escala favoreció el auge económico de que Emporion gozó en época clásica y su independencia respecto a Massalia.

Las consecuencias de la presencia griega en nuestro suelo originaron un proceso culturizador que transformó paulatinamente la vida de los antiguos pobladores. En cuanto a las estructuras económicas, la presencia griega habría estimulado entre los indígenas la búsqueda de metales y sal, el cultivo del olivo y la producción de aceite, la industria del lino y sobre todo el cultivo de cereales. También se introdujeron nuevas industrias como la de salazones. El uso del torno incrementó la producción cerámica y la nueva costumbre de beber vino provocó un cambio en el tipo de vasos. En general aumentó notablemente la producción broncística. La introducción de la moneda fue tardía (hacia el 250 a. C.).

Así pues, la fundación de Emporion condicionó el desarrollo de la cultura ibérica y la acercó a las civilizaciones mediterráneas. De esta manera, cuando Roma emprenderá la conquista de las tierras ibéricas para integrarlas a su imperio y a sus estructuras socioeconómicas y culturales, tendrá ya el camino preparado para una rápida romanización.

jueves, 3 de septiembre de 2009

LA POLIS EN LA HELADE




La Grecia de la antigüedad clásica o Hélade abarcaba un territorio mucho mayor que el que hoy ocupa la nación europea del mismo nombre, pues en la zona continental se extendía por gran parte de lo que actualmente son los estados de Albania, Macedonia, la parte sur de Bulgaria y la zona europea de Turquía, además de la totalidad del estado griego actual.

Por su parte, la Grecia insular comprendía las islas del mar Jónico (Corfú, Cefalonia y Zante) y las numerosas islas del mar Egeo: Thasos, Samotracia, Lemnos, Mitilene, Quíos, Samos, Eubea, el Archipiélago de las Cícladas (Delos, Paros, Naxos, Milos, etc.) la gran isla de Creta y el Archipiélago de las Esporadas, con Rodas como isla mayor.

También formaban parte de la Hélade las costas de Asia Menor o Península de Anatolia bañadas por el mar Egeo.


La Grecia continental era y sigue siendo un país muy montañoso, soleado y, al igual que la insular, de clima dulce, templado-seco, de tipo mediterráneo, suelo pobre (vid, olivo y cultivos de secano) y con una gran extensión de costas.

Dos de estos rasgos geográficos influyeron de manera decisiva en la historia de la Grecia clásica:

El primero fue la gran extensión de sus costas, extraordinariamente recortadas y articuladas, con ensenadas, golfos, radas, abrigos naturales, y bordeadas por infinidad de islas. En suma, unas costas excepcionalmente aptas para albergar puertos y facilitar la navegación, lo cual, unido a los escasos recursos del país, llevó a los griegos a una vida marinera, colonizadora y mercantil.

El segundo fue la complicada orografía. Sus elevadas montañas se entrecruzan, dividiendo el territorio en pequeños valles o diminutas regiones naturales, aisladas unas de otras. Esta fragmentación geográfica favoreció el fraccionamiento político, pues en cada valle, igual que en cada isla, se formaron pequeños Estados independientes. Es decir, la falta de unidad geográfica impidió la unidad política.

Tan pequeños eran estos Estados independientes, que la mayoría de ellos apenas abarcaban el espacio que ocupaba la ciudad y los campos vecinos. Y así nació el concepto de polis (πολις) o Ciudad-estado.

Cada polis era un estado en miniatura, con su propio gobierno, su economía, su ejército, su flota y sus leyes. Como se ha dicho, por lo general su territorio comprendía sólo la ciudad-capital y algunas aldeas esparcidas por el campo próximo, aunque algunas, con el tiempo llegaron a ejercer su hegemonía sobre comarcas más extensas.

Todas las poleis (poleis -πολεις- es el plural de polis) tenían tres lugares comunes:
La acrópolis, ciudadela fortificada construida aprovechando una elevación del terreno; la muralla que defendía la ciudad en tiempos de guerra, y el ágora o plaza pública, creación típicamente helénica que era el centro neurálgico donde se concentraban la actividad comercial y pública.

Las poleis griegas mejor conocidas y más importantes fueron Atenas, Esparta y Tebas. Algunas más, entre otras, serían Corinto, Argos, Megara, Calcis, Eretria, Mitilene, Focea, Efeso, Samos, Mileto, Halicarnaso…

Con frecuencia las poleis griegas eran rivales y guerreaban entre sí. Pero también sabían aliarse y formar confederaciones para resolver asuntos de interés común o defensa militar.

Hay que tener en cuenta que a pesar de su falta de unidad política, los griegos se consideraban todos ellos habitantes de la Hélade, se llamaban a sí mismos helenos (el nombre de griegos les fue dado por los romanos, siglos más tarde) se reconocían un origen y un pasado común, dado por sus tradiciones, una cultura y una lengua común, a pesar de pequeñas diferencias dialécticas, y, sobre todo, tenían la misma religión, la misma mitología y los mismos dioses. La cultura y las creencias religiosas, al ser idénticas para todos, les daban el sentimiento de unidad que no les había dado la política.

Pese a las diferencias sociales existentes, los griegos tuvieron una concepción original del ser humano. Considerado por todas las civilizaciones anteriores un simple instrumento de la voluntad de los dioses o de los reyes, el ser humano adquiere en la filosofía griega el valor de individuo. El concepto de ciudadano, como individuo integrante de una polis, sin que influya la pertenencia o no a la nobleza, constituye uno de los aportes claves de la cultura griega.

Diversos santuarios, como el templo de Apolo en Delfos, congregaban a todos los helenos en determinadas fechas. Los Juegos Olímpicos y otros eventos religioso-deportivos fueron también poderosos vínculos que reforzaron el sentimiento de nacionalidad.

Los Juegos Olímpicos, practicados desde el año 776 a. C. se celebraban en honor del dios Zeus cada cuatro años en la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso, en un estadio que tenía una capacidad para 40.000 personas. Era tal su trascendencia que durante su celebración se suspendían los conflictos bélicos.

Durante los siglos VII y VI a. C. las poleis griegas desarrollaron sus instituciones y evolucionaron políticamente. Primero se rigieron por monarquías; después la nobleza de sangre y del dinero derribó a los reyes e instauró repúblicas gobernadas por oligarquías nobiliarias; finalmente se instauró la tiranía o gobierno de un solo hombre que, apoyándose en las clases humildes, conseguía el poder y lo ejercía sin limitación.

Tan sólo una polis griega, Esparta, conservó siempre el régimen monárquico. Mientras que otras, especialmente Atenas, evolucionaron, a principios del siglo V a. C. hacia un sistema de gobierno que, por intervenir el pueblo mediante votación en los asuntos políticos, se llamó democracia (δημοκρατία).

La democracia helénica se basaba en tres rasgos fundamentales:
Eleuthería (ἐλευθερία): libertad.
Isegoría (ἰσηγορία): libertad de expresión. Literalmente, "igualdad de palabra".
Isonomía (ἰσονομία): igualdad ante la ley.


Y en este momento de la Historia, en la primera mitad del siglo V a. C. el enorme Imperio Persa se fijó en la pequeña Hélade y quiso ir a conquistar sus aparentemente débiles y desunidas poleis…

martes, 1 de septiembre de 2009

ACERCA DE LOS AQUEOS



ILIADA

Canta, oh musa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumplíase la voluntad de Zeus desde que se separaron disputando el Átrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
(Los siete primeros versos de la Ilíada de Homero y su traducción)

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La afición por los aqueos me viene desde muy antiguo. Para ser exactos, desde mi época de adolescente, cuando el Bachillerato me obligó a enfrentarme con el estudio de la lengua griega.

Los ejercicios de traducción de la Ilíada y la Odisea, en fragmentos sencillos primero, que se fueron engrosando y dificultando a medida que los cursos se iban sucediendo, hasta llegar a las obras completas al final, me introdujeron en esta fascinante mezcla de historia y leyenda que fue la civilización aquea.

Es por ello que a este blog que hoy empiezo le doy el nombre de La Polis del Aqueo, como si en un alarde de loca fantasía, yo me imaginara que soy uno de ellos que, procedente de la cálida Micenas, a través de épocas y milenios, llegara a nuestro tiempo en este vehículo ingrávido, intemporal y virtual llamado Internet.

Y lo justo es comenzar haciendo un brevísimo resumen de la historia de los aqueos:

Los Aqueos (Οι Αχαιοί, en la grafía griega) fueron un pueblo indoeuropeo, instalado originariamente entre la cuenca del río Danubio y la cordillera de los Balcanes. Se desplazaron a Grecia empujados por la presión demográfica ejercida por otros pueblos procedentes de las estepas rusas y de las llanuras asiáticas. Muy probablemente desde el año 2300 a. C. la entrada de los aqueos en la península griega fue aumentando de forma progresiva, hasta el año 1600 a. C. cuando alcanzaron su periodo de esplendor.

Tardaron alrededor de mil años en moverse desde su lugar de origen hasta completar su extensión por toda la zona geográfica que comúnmente entendemos como área helénica, incluyendo las islas del Egeo, aunque preferentemente ocuparon y se establecieron en la zona del Peloponeso en la Grecia continental y de allí extendieron su dominio al área insular, venciendo, dominando y asimilando los pueblos autóctonos. Es por ello que con toda propiedad se les puede considerar como los primeros "griegos" de la historia.

Esta civilización de la Edad de Bronce también fue conocida como cultura micénica por tener en Micenas, la capital aquea, su centro de actividades políticas y culturales más importante. Las ciudades aqueas más notables fueron, además de Micenas, Tirinto en la Argólide, Pilos en Mesenia, Atenas en el Ática, Tebas y Orcómeno en Beocia, Yolcos en la Tesalia. Su influencia llegó hasta la isla de Creta que ocuparon hacia el 1400 a. C. También conquistaron emplazamientos importantes en la región del Épiro y en Macedonia, además de las ya mencionadas islas del Egeo.

Más tarde entraron en Grecia los jonios que se establecieron en la zona del Ática y por último, los eolios que se asentaron en Tesalia. La convivencia de los aqueos con estos nuevos vecinos no siempre fue pacífica, aunque el sentimiento de hermandad que les daba la raiz común de su lengua indoeuropea prevaleció.

Pero la causa principal que ha hecho de los aqueos un pueblo famoso, un pueblo que trascendió a la Historia y a la leyenda para pasar a la literatura épica, fue su ataque a Troya, una poderosa ciudad estado que rivalizaba con Micenas en poder y riqueza. Sólo existe evidencia de este ataque en La Ilíada de Homero y en algunos fragmentos mitológicos, ya que tanto la guerra como la existencia de Troya se consideran inciertas, por más que el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann descubriera en 1876 restos en Asia Menor de lo que podría ser la antigua Troya.

Si esta guerra existió, se desencadenó hacia el 1200 a. C. y probablemente se produjo más por causas político-económicas de rivalidad comercial entre aqueos y troyanos, que por el rapto de Helena, esposa del aqueo Menelao, rey de Esparta, cometido por Paris, príncipe de Troya. La guerra duró diez años, pero la Ilíada se centra en la cólera de Aquiles y sólo nos cuenta los sucesos que ocurrieron durante 51 días del décimo año.

En cualquier caso, reales o legendarios, los héroes griegos que tomaron parte en la guerra de Troya, Aquiles, Ulises, Agamenón, Menelao, Patroclo, Ayax, Néstor, Diomedes… todos ellos eran aqueos.

La caída de la civilización aquea, hacia el año 1100 a. C. es atribuida comúnmente a la invasión de los dorios, que ya conocían el hierro, lo que les daba una innegable superioridad militar. Pero existen muchas otras hipótesis en torno a la desaparición de los aqueos, como las que señalan la posibilidad de haber sufrido cambios climáticos violentos o desastres naturales. Probablemente la decadencia de la civilización aquea fue debida a una combinación de diversos factores, entre los que cabe citar levantamientos internos, la sucesión de varios terremotos, graves inundaciones y los saqueos de los aún poco estudiados Pueblos del Mar que también atacaron a otras civilizaciones como la egipcia y la hitita. Así las cosas, la invasión de los dorios significó el golpe final para una civilización que llevaba casi un siglo en franca decadencia.

Ante la invasión de los dorios, muchos aqueos buscaron refugio al norte del Peloponeso, zona que más tarde se llamó Acaya. Otros resistieron duramente a los dorios, y tras ser sometidos, fueron reducidos a servidumbre y denominados ‘ilotas’. Los que lograron huir se refugiaron en el Peloponeso, se reunieron con sus parientes en Ática y en la isla de Eubea, pero después emigraron al igual que los eolios a las costas de Asia Menor.

En los siglos posteriores al 1200 a. C. la progresiva colonización de las costas de Asia Menor, primero por los refugiados procedentes de zonas ocupadas por los dorios y más tarde por los mismos dorios, convirtió la región en parte política y cultural de Grecia. Y así empezó el mundo helénico a extenderse. Después vendría la expansión hacia occidente, hacia el sur de Italia y Sicilia primero y hacia las costas del Mediterráneo occidental después. Y a la vez se extendían la cultura y la civilización griegas que iban a jugar un papel fundamental en el devenir de la Historia Universal.